El kendoka


Escribir es algo que hago desde los siete años. Les pedí a mis padres que me compraran una maquina y, ni corto ni perezoso, me puse al tajo. Era una novela de romanos. Recuerdo que el primer folio era el avance por un desfiladero. La máquina era una Olivetti negra, de cinta roja y negra que parecía iba a vivir para siempre. Y casi fue así . Vivió hasta que la cinta se gasto y yo no supe cambiarla y nadie me ayudó en ese afán. Al poco desapareció, ocupaba sitio. Creo que, secretamente, estaban cansados del martilleo de las teclas a todas horas y querían que saliera a jugar al parque. Yo me sentaba y escribía imaginando un mundo diferente, un mundo propio. Luego empecé a escribir con una pluma que le habían regalado a mi padre, era una sensación maravillosa . Desarrolle mi caligrafía y disfrutaba. Mientras no diese mal les parecía bien. Cuando empecé a trabajar en la vinateria yañez tenía 14 años, entre cliente y cliente, en mi pequeño cubículo donde esperaba se acumulaban las resmas de papel garabateadas, los dibujos con esa pluma y los libros que leía a la menor oportunidad. Aún quedan vivas señoras que me recuerdan de aquella manera y me lo cuentan indefectiblemente cada vez que vienen a comprar :"que grande te has hecho, cuantos libros tienes, ahora los dibujos son más grandes". Un sinfín de frases repetidas que jalonan mis días en la vinateria. Y hoy, inopinadamente, algo emocionante que no se podía preveer. Una querida amiga se presenta con uno de mis libros más queridos. Un libro que amo profundamente y que no había merecido la vida brillante de la letra impresa, tan solo la apagada soledad de la pantalla. Se presenta con su preciosa hija y ambas me obsequian con esta impresión que me encandila y que me deja, perplejo, herido y sanado en el mismo instante. Me deja sin palabras. 

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